martes, 6 de septiembre de 2016

La leyenda de El Dorado (Javier del Granado)


 


Bajo el ardiente luminar del trópico,
como el hidalgo Caballero Andante,
jinete en ilusorio rocinante,
sueña don Ñuflo con un país utópico.

En la pupila azul de un lago hipnótico,
ve una ciudad de mármol relumbrante,
almenas de ónix, fuentes de brillante,
y aves canoras de plumaje exótico.

Ve al augusto Paitití en su palacio,
y a caimanes con ojos de esmeralda,
custodiando sus puertas de topacio.

Turba su mente el colosal tesoro,
y en los oleajes de la fronda gualda,
el sol incendia la Leyenda de Oro.


martes, 9 de agosto de 2016





Junto al latido húmedo que supura el río
viene un magullar que punza y corta
y con otra navaja entregada en sueños
abro el pliegue intonso de los días,
de filas largas y finitas de luces
que titilan confundiendo a algún viajero remoto.
La flecha del tiempo; 
hecha con piedra de una ciudad derruida,
de charcos de sangre oscuros 
en terreno ganado al río,
su punta tallada por refucilos  
que no vi
pero me contaron.

jueves, 17 de marzo de 2016




El gigante siempre es ofrecido por la noche,
sueños recurrentes siempre traen a Robert Wadlow.
El hombre más alto, de la muerte joven gesto amable,
entre veredas extrañas de otra vieja nueva flora.

Me soñé entre terrazas y mi sombra como Wadlow,
derramada entre fierros de escaleras clausuradas;
al sol que declina tras carteles golpeé los tanques de agua
sacando armónicos a los vacíos por defecto del flotante.
Como el gigante gentil que esquivaba las arañas
percutir la membrana al mirar fijo el disco ardiente,
yerra de tiempo en las terminaciones nerviosas
que secundan la coroides.

Subpienso que si fuese tan alto como el gigante,
de no morir tan joven clavados los veintidós,
me fugaría en terrazas para abstraerme del pulso
como cuando él miró arriba y retuvo un cielo ardiente
mientras al lado padres retrataban a los niños
y solo comprendieron su don como ornamento (freak of nature),
arquitectos silentes de la nueva vieja flora
que sonó un futuro en  los bunkers
para sus hijos y nietos.

Me subsueño, entonces, descender de entre la herrumbre;
bajar desde las cajas de cable que aun colapsan con tormenta,
de entre el flujo invariable de cruces de junta asfáltica
que opera como una fe secreta de porteros o encargados,
para saberme, al final, ni poder mirar espejos:
que en el iris refucilos
desaten la aberración,
como neural desvío estratégico
de un tiempo en retirada.

Y cuando mis ojos desborden como rayos globulares
- blancas llamas de intensa escala,
obligándome a usar máscara de soldador
porque “nunca mires cuando sueldan
porque te podés quedar ciego” -
subpienso, mientas sueño al gigante,
que  como Joseph Merrick
voy a girar sobre el lado prohibido de la cama
y ya sin lágrimas en los ojos
miraré la almohada
para que todo arda.

miércoles, 2 de marzo de 2016




Con los codos clavados
en el mantel plástico,
fumando en el balcón,
entre lámparas de sodio
perdiendo todo el tiempo
que sea capaz de perder
bajo el tintinar de cascarudos;
no importa:
esta noche necesito nombrarlos,
nombrarlos y escuchar la voz de los muertos:
eco en los caracoles de los pozos de ascensor,
braza estigma viva en la muñeca,
oscilación amable en la copa de árboles nocturnos.

Codos clavados en el pozo de ascensor,
eco caracol de los alerces nocturnos,
manteles achicharrados entre brasa viva;
oscilación de sodio.
Tiempo estigma de las fosas de Ascensión:
cifraré el lenguaje amable de los cascarudos.


jueves, 11 de febrero de 2016




Atravesados por una lanza.
En la calle henchida de turistas
y vendedores de cualquier cosa
caminamos los dos amigos,
en fila india sin saber,
porque nos atravesaba la misma lanza.

Si él frenaba para mirar una mina,
yo no advertía el giro y me tiraba la aorta;
si yo ralentaba el paso, sabía que la madera
le desgarraba un poco el corazón.

Yo iba más lento,
afiebrado de turistas, desprecio por domingueros.
No estaban atravesados por una lanza o no se notaba:
tendrían tramontina entre uñas, astillas bajo piel,
San La Muerte de hueso de vaca
entre músculos para conjurar la parca,
medicina licuada en sangre
para disolver sueño y pesadilla;   
pero no les veía la lanza,
la lanza hecha con rama de árbol caído.

Niños nos siguieron el rastro espeso,
juntando la sangre de las pantorrillas
que hacía charcos entre el adoquín.
Mojaban pañuelitos escurridos en cartón
corrugado para vender artesanía:
“Cuadros hechos con sangre seca
de los atravesados por la lanza del corazón”,
gritaron con crueldad e inocencia en retirada.

Una vieja murmuró  “los estaqueados”,
nos sacaban una foto, nos confundieron
con estatuas vivientes y/o ignoraron.
Y fingíamos caminar mirando al frente,
mientras buscábamos de costado el sol agónico
horizontal entre blasfemos crucifijos de cables,
horcas colgando sobre calles transversales.

Desde un bar de viejo un viejo nos miró,
parecía comprender,
otra lanza horadaba su pecho.
Tintinearon gotas de sangre
sobre el platito blanco del café,
otras espesaban en el vaso de soda.
El asta lo taladraba con la saliente apoyada en la mesa,
como si tratara de descansar un poco.
Tal vez nunca tuvo un amigo con quien compartir
la lanza de árbol caído atravesada en el corazón,
quizá ese alguien ya había muerto y lo recordó con nostalgia.

sábado, 30 de enero de 2016




Un alud estrellando contra la cabeza,
barro y agua arrancando raíces y cardos,
los abrojos pegados a la masa esponjosa del cerebro.
Alud de montaña
con la nuca como único punto de fuga,
de agua clara y piedra que rebota en el cuenco de hueso,
de frío cauterizante que se lleva toda pesadilla nival.

Hasta una costa arrastrará mi cuerpo,
blanco y ridículo tumbado bajo el sol
y ahí, enfriado por la noche y abrasado al mediodía,
los huesos confundiéndose con la arena.

miércoles, 20 de enero de 2016




Su sombrero de pico en todos los rincones,
un gnomo habita las cañerías.
Gorro asoma mientras lavo los platos,
rojo asoma desde atrás de la heladera.

Hay un gnomo entre las tuberías,
en los cimientos de este extraño lugar.
Cuando duermo siempre
roba las pinturas de mis sueños,
siempre cuando duermo se roba mis recuerdos,
y despierto pensando que nada soñé.
Se robó el sol empapándome la cara,
la primera vez que escuché esa música,
casi se llevó la vibración del trueno entre los sauces.
Me mejicaneó el llanto primigenio 
pero me dejo este ánimo insomne.
Yo le digo que salga de los recovecos,
que por la noche duerma,
y que nos vayamos juntos a caminar bajo el sol.

viernes, 15 de enero de 2016




Ahora que me hago el dormido, o lo estoy,
los escucho acercase a la oreja, traspasar la sábana;
impulsados por la brisa, atraviesan el tejido
y se confunden por el humo.
Y no sé cómo, pero con mosquitos y espiral,
construí un dispositivo de tiempo.

Del sol empapando mi rostro
justo en el momento que dejaba de pensarlo,
de como una palabra por una vez, y solo una vez,
no se trababa entre mi tráquea: salía sola;
no como esas bolas lentas de las quermeses
o esos ganchos flojos que agarran ositos
y que nunca agarran nada
mientras el papá dice “dale hijo, pero la última ficha eh”.

El tiempo en una coraza, suspendido solo un segundo,
antes de que estalle por mil partes a mi lado,
bomba de astillas minerales
infectando el espolón calcáneo de los días.
Que si fuese deforme vaya y pase,
pero el tranco euclidiano  
decantando esta sangre euclidiana
dispuesta a persistir en el error.

El frío  del último invierno,
que ya nunca volvió a ser tan frío como antes;
ahora el calor del pavimento me atraviesa la suela
y llego con el pie hinchado,
llego y escucho el ventilador,
el ruido de su carcasa plástica.

Tac---tac---tac---tac…   goteras.
Goteo de los las máquinas de aire acondicionado,
que en rumores de frigorías imaginan un plan secreto:
corroer sus ménsulas; blitzkrieg sobre las cabezas
afiebradas pero templadas de sus usuarios
cuando bajen al supermercado
o revisen sus celulares antes de sacar las llaves.
¡Sépanlo! Que esto último me lo dijo
el ruido de la carcasa del ventilador, en entresueños,
ayer que también me hice el dormido
y pensó que no escuchaba.

Es por eso que hice un pozo atrás, lo llené de agua
(acosté unas ruedas viejas sobre el pasto además)
para que en esa sopa asoleada
nazcan cientos y cientos de mosquitos 
que atraigo perforando el mosquitero
y confundo prendiendo espirales
para que den vueltas en torno a mí,
ahora que estoy o me hago el dormido.
No sé porque extraña razón que me es ajena,
solo puedo estar atento a los fenómenos de interferencia.

viernes, 8 de enero de 2016




¿A dónde iban esos caballos matungos que esa mañana
de jueves aparecieron muriendo tristes en las esquinas?
Su pelaje parecía la nieve sucia de ese día en que nevó
y como charcos de nieve se quedaron bajo el sol.

Estaban tristes;
de todos los lugares eligieron este,
este blanco de enero que nunca pasa por nada,
o solo estaban cansados y prefirieron quedarse así:
con un solo ojo apuntado al cielo,
como se quedan los caballos tirados.

Estaban solos,
como solos estuvimos la horas finales del verano;
ojeando diarios viejos, con el zumbido de la radio,
mirando paredes y parados en las esquinas
con lengua amarga y paso encallado,
la mente en blanco, en el blanco de los caballos de nieve,
equilibristas aburridos sobre el borde espiralado de los días.

Ahí anduvimos,
en terrazas y balcones,
entre una ciudad que se desvanecía ante nuestro sueño;
esperando la ascensión de jinetes,
buscando en los cables la cifra de su vuelo alado,
la forma nocturna que asumen las nubes,
bajo un cielo resplandeciente que traería para siempre...

Recuerdo como si fuese hoy:
ese cielo se fue incendiando
y en un arrebato dorado
supo al fin endurecer el tiempo.


*Foto: Frederick W. Glasier

domingo, 3 de enero de 2016




Antes de volver a tierra recuerdo todo el mar,
un manto negro apuñalado por un fuego
que cayó del cielo como un tigre fusilado.

Los colores del río jugaban espejo en nuestros sueños,
mediodías calcinados tributaban llamas a la vigilia
y hogueras ardiendo en la noche solas.

En el instante antes de que el río se haga mar
el viento habla una lengua anciana;
rodeados de agua pesada
intuimos el trueno de la ablación glaciar
como serpiente romper entre la espuma,
rezamos en silencio por una cinta de oro para escapar de la deriva.

Y lo que fue mapa era río,
y el río sangro hasta que se hizo mar.
Cuando los pájaros se derrumbaron como piedras en el horizonte,
ahí dejamos de soñar las bestias
que crecen en el borde de los mapas;
humedecidos de aguamarina los pulmones, el pecho se nos hinchó,
aguavivas apedreadas por niños de un balneario fantasma. 

Lo último que me acuerdo es todo el mar,
un manto negro apuñalado por un fuego,
un tigre fusilado colgado de la bóveda del cielo,
para, al fin, regresar mudos a nuestro hogar.
Nadie nos avisó nunca de la leve glaciación de la sangre,
de que las sirenas olvidaron el nombre
de los gigantes extintos.