Ahora
que me hago el dormido, o lo estoy,
los
escucho acercase a la oreja, traspasar la sábana;
impulsados
por la brisa, atraviesan el tejido
y se
confunden por el humo.
Y no sé
cómo, pero con mosquitos y espiral,
construí
un dispositivo de tiempo.
Del sol
empapando mi rostro
justo
en el momento que dejaba de pensarlo,
de como
una palabra por una vez, y solo una vez,
no se
trababa entre mi tráquea: salía sola;
no como
esas bolas lentas de las quermeses
o esos
ganchos flojos que agarran ositos
y que
nunca agarran nada
mientras
el papá dice “dale hijo, pero la última ficha eh”.
El
tiempo en una coraza, suspendido solo un segundo,
antes
de que estalle por mil partes a mi lado,
bomba
de astillas minerales
infectando
el espolón calcáneo de los días.
Que si fuese
deforme vaya y pase,
pero el
tranco euclidiano
decantando
esta sangre euclidiana
dispuesta
a persistir en el error.
El frío del último invierno,
que ya nunca
volvió a ser tan frío como antes;
ahora el
calor del pavimento me atraviesa la suela
y llego
con el pie hinchado,
llego y
escucho el ventilador,
el
ruido de su carcasa plástica.
Tac---tac---tac---tac… goteras.
Goteo
de los las máquinas de aire acondicionado,
que en
rumores de frigorías imaginan un plan secreto:
corroer
sus ménsulas; blitzkrieg sobre las cabezas
afiebradas
pero templadas de sus usuarios
cuando
bajen al supermercado
o
revisen sus celulares antes de sacar las llaves.
¡Sépanlo!
Que esto último me lo dijo
el
ruido de la carcasa del ventilador, en entresueños,
ayer
que también me hice el dormido
y pensó
que no escuchaba.
Es por
eso que hice un pozo atrás, lo llené de
agua
(acosté
unas ruedas viejas sobre el pasto además)
para
que en esa sopa asoleada
nazcan cientos
y cientos de mosquitos
que atraigo
perforando el mosquitero
y confundo
prendiendo espirales
para
que den vueltas en torno a mí,
ahora
que estoy o me hago el dormido.
No sé
porque extraña razón que me es ajena,
solo
puedo estar atento a los fenómenos de interferencia.