sábado, 30 de enero de 2016




Un alud estrellando contra la cabeza,
barro y agua arrancando raíces y cardos,
los abrojos pegados a la masa esponjosa del cerebro.
Alud de montaña
con la nuca como único punto de fuga,
de agua clara y piedra que rebota en el cuenco de hueso,
de frío cauterizante que se lleva toda pesadilla nival.

Hasta una costa arrastrará mi cuerpo,
blanco y ridículo tumbado bajo el sol
y ahí, enfriado por la noche y abrasado al mediodía,
los huesos confundiéndose con la arena.

miércoles, 20 de enero de 2016




Su sombrero de pico en todos los rincones,
un gnomo habita las cañerías.
Gorro asoma mientras lavo los platos,
rojo asoma desde atrás de la heladera.

Hay un gnomo entre las tuberías,
en los cimientos de este extraño lugar.
Cuando duermo siempre
roba las pinturas de mis sueños,
siempre cuando duermo se roba mis recuerdos,
y despierto pensando que nada soñé.
Se robó el sol empapándome la cara,
la primera vez que escuché esa música,
casi se llevó la vibración del trueno entre los sauces.
Me mejicaneó el llanto primigenio 
pero me dejo este ánimo insomne.
Yo le digo que salga de los recovecos,
que por la noche duerma,
y que nos vayamos juntos a caminar bajo el sol.

viernes, 15 de enero de 2016




Ahora que me hago el dormido, o lo estoy,
los escucho acercase a la oreja, traspasar la sábana;
impulsados por la brisa, atraviesan el tejido
y se confunden por el humo.
Y no sé cómo, pero con mosquitos y espiral,
construí un dispositivo de tiempo.

Del sol empapando mi rostro
justo en el momento que dejaba de pensarlo,
de como una palabra por una vez, y solo una vez,
no se trababa entre mi tráquea: salía sola;
no como esas bolas lentas de las quermeses
o esos ganchos flojos que agarran ositos
y que nunca agarran nada
mientras el papá dice “dale hijo, pero la última ficha eh”.

El tiempo en una coraza, suspendido solo un segundo,
antes de que estalle por mil partes a mi lado,
bomba de astillas minerales
infectando el espolón calcáneo de los días.
Que si fuese deforme vaya y pase,
pero el tranco euclidiano  
decantando esta sangre euclidiana
dispuesta a persistir en el error.

El frío  del último invierno,
que ya nunca volvió a ser tan frío como antes;
ahora el calor del pavimento me atraviesa la suela
y llego con el pie hinchado,
llego y escucho el ventilador,
el ruido de su carcasa plástica.

Tac---tac---tac---tac…   goteras.
Goteo de los las máquinas de aire acondicionado,
que en rumores de frigorías imaginan un plan secreto:
corroer sus ménsulas; blitzkrieg sobre las cabezas
afiebradas pero templadas de sus usuarios
cuando bajen al supermercado
o revisen sus celulares antes de sacar las llaves.
¡Sépanlo! Que esto último me lo dijo
el ruido de la carcasa del ventilador, en entresueños,
ayer que también me hice el dormido
y pensó que no escuchaba.

Es por eso que hice un pozo atrás, lo llené de agua
(acosté unas ruedas viejas sobre el pasto además)
para que en esa sopa asoleada
nazcan cientos y cientos de mosquitos 
que atraigo perforando el mosquitero
y confundo prendiendo espirales
para que den vueltas en torno a mí,
ahora que estoy o me hago el dormido.
No sé porque extraña razón que me es ajena,
solo puedo estar atento a los fenómenos de interferencia.

viernes, 8 de enero de 2016




¿A dónde iban esos caballos matungos que esa mañana
de jueves aparecieron muriendo tristes en las esquinas?
Su pelaje parecía la nieve sucia de ese día en que nevó
y como charcos de nieve se quedaron bajo el sol.

Estaban tristes;
de todos los lugares eligieron este,
este blanco de enero que nunca pasa por nada,
o solo estaban cansados y prefirieron quedarse así:
con un solo ojo apuntado al cielo,
como se quedan los caballos tirados.

Estaban solos,
como solos estuvimos la horas finales del verano;
ojeando diarios viejos, con el zumbido de la radio,
mirando paredes y parados en las esquinas
con lengua amarga y paso encallado,
la mente en blanco, en el blanco de los caballos de nieve,
equilibristas aburridos sobre el borde espiralado de los días.

Ahí anduvimos,
en terrazas y balcones,
entre una ciudad que se desvanecía ante nuestro sueño;
esperando la ascensión de jinetes,
buscando en los cables la cifra de su vuelo alado,
la forma nocturna que asumen las nubes,
bajo un cielo resplandeciente que traería para siempre...

Recuerdo como si fuese hoy:
ese cielo se fue incendiando
y en un arrebato dorado
supo al fin endurecer el tiempo.


*Foto: Frederick W. Glasier

domingo, 3 de enero de 2016




Antes de volver a tierra recuerdo todo el mar,
un manto negro apuñalado por un fuego
que cayó del cielo como un tigre fusilado.

Los colores del río jugaban espejo en nuestros sueños,
mediodías calcinados tributaban llamas a la vigilia
y hogueras ardiendo en la noche solas.

En el instante antes de que el río se haga mar
el viento habla una lengua anciana;
rodeados de agua pesada
intuimos el trueno de la ablación glaciar
como serpiente romper entre la espuma,
rezamos en silencio por una cinta de oro para escapar de la deriva.

Y lo que fue mapa era río,
y el río sangro hasta que se hizo mar.
Cuando los pájaros se derrumbaron como piedras en el horizonte,
ahí dejamos de soñar las bestias
que crecen en el borde de los mapas;
humedecidos de aguamarina los pulmones, el pecho se nos hinchó,
aguavivas apedreadas por niños de un balneario fantasma. 

Lo último que me acuerdo es todo el mar,
un manto negro apuñalado por un fuego,
un tigre fusilado colgado de la bóveda del cielo,
para, al fin, regresar mudos a nuestro hogar.
Nadie nos avisó nunca de la leve glaciación de la sangre,
de que las sirenas olvidaron el nombre
de los gigantes extintos.