Atravesados
por una lanza.
En la
calle henchida de turistas
y
vendedores de cualquier cosa
caminamos
los dos amigos,
en fila
india sin saber,
porque nos
atravesaba la misma lanza.
Si él frenaba
para mirar una mina,
yo no advertía
el giro y me tiraba la aorta;
si yo ralentaba
el paso, sabía que la madera
le
desgarraba un poco el corazón.
Yo iba
más lento,
afiebrado
de turistas, desprecio por domingueros.
No
estaban atravesados por una lanza o no se notaba:
tendrían
tramontina entre uñas, astillas bajo piel,
San La
Muerte de hueso de vaca
entre músculos
para conjurar la parca,
medicina
licuada en sangre
para
disolver sueño y pesadilla;
pero no
les veía la lanza,
la
lanza hecha con rama de árbol caído.
Niños
nos siguieron el rastro espeso,
juntando
la sangre de las pantorrillas
que hacía
charcos entre el adoquín.
Mojaban
pañuelitos escurridos en cartón
corrugado
para vender artesanía:
“Cuadros
hechos con sangre seca
de los
atravesados por la lanza del corazón”,
gritaron
con crueldad e inocencia en retirada.
Una
vieja murmuró “los estaqueados”,
nos
sacaban una foto, nos confundieron
con
estatuas vivientes y/o ignoraron.
Y
fingíamos caminar mirando al frente,
mientras
buscábamos de costado el sol agónico
horizontal
entre blasfemos crucifijos de cables,
horcas colgando
sobre calles transversales.
Desde
un bar de viejo un viejo nos miró,
otra
lanza horadaba su pecho.
Tintinearon
gotas de sangre
sobre
el platito blanco del café,
otras espesaban
en el vaso de soda.
El asta
lo taladraba con la saliente apoyada en la mesa,
como si
tratara de descansar un poco.
Tal vez
nunca tuvo un amigo con quien compartir
la lanza
de árbol caído atravesada en el corazón,
quizá
ese alguien ya había muerto y lo recordó con nostalgia.