jueves, 11 de febrero de 2016




Atravesados por una lanza.
En la calle henchida de turistas
y vendedores de cualquier cosa
caminamos los dos amigos,
en fila india sin saber,
porque nos atravesaba la misma lanza.

Si él frenaba para mirar una mina,
yo no advertía el giro y me tiraba la aorta;
si yo ralentaba el paso, sabía que la madera
le desgarraba un poco el corazón.

Yo iba más lento,
afiebrado de turistas, desprecio por domingueros.
No estaban atravesados por una lanza o no se notaba:
tendrían tramontina entre uñas, astillas bajo piel,
San La Muerte de hueso de vaca
entre músculos para conjurar la parca,
medicina licuada en sangre
para disolver sueño y pesadilla;   
pero no les veía la lanza,
la lanza hecha con rama de árbol caído.

Niños nos siguieron el rastro espeso,
juntando la sangre de las pantorrillas
que hacía charcos entre el adoquín.
Mojaban pañuelitos escurridos en cartón
corrugado para vender artesanía:
“Cuadros hechos con sangre seca
de los atravesados por la lanza del corazón”,
gritaron con crueldad e inocencia en retirada.

Una vieja murmuró  “los estaqueados”,
nos sacaban una foto, nos confundieron
con estatuas vivientes y/o ignoraron.
Y fingíamos caminar mirando al frente,
mientras buscábamos de costado el sol agónico
horizontal entre blasfemos crucifijos de cables,
horcas colgando sobre calles transversales.

Desde un bar de viejo un viejo nos miró,
parecía comprender,
otra lanza horadaba su pecho.
Tintinearon gotas de sangre
sobre el platito blanco del café,
otras espesaban en el vaso de soda.
El asta lo taladraba con la saliente apoyada en la mesa,
como si tratara de descansar un poco.
Tal vez nunca tuvo un amigo con quien compartir
la lanza de árbol caído atravesada en el corazón,
quizá ese alguien ya había muerto y lo recordó con nostalgia.