Dicen que la
lluvia fue inmensa,
que las
niñas vuelan sobre el agua,
que en los toboganes
pluviales de los balcones
los jóvenes se
lanzan en bomba
ante la
visión dorada de la ciudad hecha de agua.
Que un nuevo
código hablan los autos sepultados
y escritas en
nafta y líquido para frenos
se suceden
otras precipitaciones imaginarias,
allá donde
los peregrinos dibujan constelaciones
de aceite y
madera balsa,
allá donde
encallaron las sirenas
la noche
antes de la lluvia inmensa.
Dicen que la
lluvia fue inmensa,
que en las
terrazas los viejos miran el atardecer hecho plata
de los
carteles de inmobiliarias flotando bajo el sol,
miran las
nuevas formas marinas romper la superficie del agua,
aletas de
oro manoteando luces rojas al crepúsculo.
Dicen que la
lluvia fue como ninguna otra lluvia fue
y que
también fue inmensa,
que esta vez
no hubo prorrateo de milímetros
porque toda
la lluvia fue sobre la misma ciudad
y que los
cirujanos extraen corazones,
los
enjuagaban en el agua de la catedral sumergida
para
limpiarlos y volverlos a poner,
que las
madres los secan en las sogas
y espantan a
los pajaritos que los creen mburucuyá.
Un estuario
la avenida principal,
donde las
nubes rebotan
aquí en la
tierra como en el cielo
y, dicen, hay
un rumor de palabras abisales
y la
felicidad en biciscafo.