El gigante siempre
es ofrecido por la noche,
sueños
recurrentes siempre traen a Robert Wadlow.
El hombre más
alto, de la muerte joven gesto amable,
entre veredas extrañas
de otra vieja nueva flora.
Me soñé entre
terrazas y mi sombra como Wadlow,
derramada entre
fierros de escaleras clausuradas;
al sol que
declina tras carteles golpeé los tanques de agua
sacando armónicos
a los vacíos por defecto del flotante.
Como el
gigante gentil que esquivaba las arañas
percutir la
membrana al mirar fijo el disco ardiente,
yerra de
tiempo en las terminaciones nerviosas
que secundan
la coroides.
Subpienso que si fuese tan alto como el gigante,
de no morir
tan joven clavados los veintidós,
me fugaría en
terrazas para abstraerme del pulso
como cuando él
miró arriba y retuvo un cielo ardiente
mientras al
lado padres retrataban a los niños
y solo
comprendieron su don como ornamento (freak of nature),
arquitectos
silentes de la nueva vieja flora
que sonó un
futuro en los bunkers
para sus hijos
y nietos.
Me subsueño,
entonces, descender de entre la herrumbre;
bajar desde
las cajas de cable que aun colapsan con tormenta,
de entre el
flujo invariable de cruces de junta asfáltica
que opera como
una fe secreta de porteros o encargados,
para saberme, al final, ni poder mirar espejos:
que en el iris refucilos
desaten la aberración,
como neural desvío estratégico
de un tiempo
en retirada.
Y cuando mis
ojos desborden como rayos globulares
- blancas llamas
de intensa escala,
obligándome a
usar máscara de soldador
porque “nunca
mires cuando sueldan
porque te podés
quedar ciego” -
subpienso,
mientas sueño al gigante,
que como Joseph Merrick
voy a girar sobre
el lado prohibido de la cama
y ya sin lágrimas
en los ojos
miraré la
almohada
para que todo arda.