viernes, 8 de enero de 2016




¿A dónde iban esos caballos matungos que esa mañana
de jueves aparecieron muriendo tristes en las esquinas?
Su pelaje parecía la nieve sucia de ese día en que nevó
y como charcos de nieve se quedaron bajo el sol.

Estaban tristes;
de todos los lugares eligieron este,
este blanco de enero que nunca pasa por nada,
o solo estaban cansados y prefirieron quedarse así:
con un solo ojo apuntado al cielo,
como se quedan los caballos tirados.

Estaban solos,
como solos estuvimos la horas finales del verano;
ojeando diarios viejos, con el zumbido de la radio,
mirando paredes y parados en las esquinas
con lengua amarga y paso encallado,
la mente en blanco, en el blanco de los caballos de nieve,
equilibristas aburridos sobre el borde espiralado de los días.

Ahí anduvimos,
en terrazas y balcones,
entre una ciudad que se desvanecía ante nuestro sueño;
esperando la ascensión de jinetes,
buscando en los cables la cifra de su vuelo alado,
la forma nocturna que asumen las nubes,
bajo un cielo resplandeciente que traería para siempre...

Recuerdo como si fuese hoy:
ese cielo se fue incendiando
y en un arrebato dorado
supo al fin endurecer el tiempo.


*Foto: Frederick W. Glasier

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