¿A dónde
iban esos caballos matungos que esa mañana
de jueves
aparecieron muriendo tristes en las esquinas?
Su pelaje
parecía la nieve sucia de ese día en que nevó
y como
charcos de nieve se quedaron bajo el sol.
Estaban
tristes;
de todos los
lugares eligieron este,
este blanco
de enero que nunca pasa por nada,
o solo
estaban cansados y prefirieron quedarse así:
con un solo
ojo apuntado al cielo,
como se
quedan los caballos tirados.
Estaban
solos,
como solos
estuvimos la horas finales del verano;
ojeando
diarios viejos, con el zumbido de la radio,
mirando
paredes y parados en las esquinas
con lengua
amarga y paso encallado,
la mente en
blanco, en el blanco de los caballos de nieve,
equilibristas
aburridos sobre el borde espiralado de los días.
Ahí
anduvimos,
en terrazas
y balcones,
entre una
ciudad que se desvanecía ante nuestro sueño;
esperando la
ascensión de jinetes,
buscando en
los cables la cifra de su vuelo alado,
la forma
nocturna que asumen las nubes,
bajo un
cielo resplandeciente que traería para siempre...
Recuerdo
como si fuese hoy:
ese cielo se
fue incendiando
y en un
arrebato dorado
supo al fin
endurecer el tiempo.
*Foto: Frederick W. Glasier
No hay comentarios:
Publicar un comentario