Esa
mancha que ves ahí
es
donde pasaba la ruta vieja,
es más
fácil ahí que encuentres un trébol.
Una
caravana enorme pasó una vez
huyendo
del río,
y fundaron otras ciudades inundadas
en
dirección opuesta al cableado de los postes de allá.
Esa gente
de ahí son como hologramas
que si
cerrás los ojos los seguís viendo,
o más bien son impresiones del sol en los ojos,
la superficie solar bailando
sobre la superficie de la retina.
Está ideal para hacerse una siesta,
me voy quedando dormido,
y esta brisa que hiperoxigena mi pecho abierto a
puñaladas
es el cielo que se precipita sobre nosotros.
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El sol nos regalaba novas incandescentes
que yo juntaba y ponía bajo la almohada
junto a otros sellos fríos de otros mediodías.
Si encontraba un bicho raro entre el pasto
lo ponía bajo la baldosa floja,
cerca de la ventana de la cocina,
como esos escarabajos con dos puntitos
o una mantis religiosa.
El abuelo juraba que su circulación bajo las losas
electrificaba los cimientos, hacia descarga en la
heladera.
Supe también de cuando los ángeles
camuflados de pájaros
vistieron la noche de centellas
y mataron al ganado por accidente,
pero eso ya lo olvidé.
Si pudiese decir mi nombre
como el sonido redondeado
de la grava al costado de la ruta,
podría acceder al secreto del sol,
disponer del misterio de la luz mala.