sábado, 29 de octubre de 2011

Exilio (Héctor Germán Oesterheld, 1968)



Nunca se vio en Gelo nada tan cómico.
Salió entre el roto metal con paso vacilante, movió la boca, desde el principio nos hizo reír con esas piernas tan largas, esos dos ojos de pupilas tan increíblemente redondas.
Le dimos grubas, y linas y kialas.
Pero no quiso recibirlas, fíjate, ni siquiera aceptó las kialas, fue tan cómico verlo rechazar todo que las risas de la multitud se oyeron hasta el valle vecino.
Pronto se corrió la voz de que estaba entre nosotros, de todas partes vinieron a verlo, él aparecía cada vez más ridículo, siempre rechazando las kialas, la risa de cuantos lo miraban era tan vasta como una tempestad en el mar.
Pasaron los días, de las antípodas trajeron margas, lo mismo, no quiso ni verlas, fue para retorcerse de risa.
Pero lo mejor fue el final: se acostó en la colina, de cara a las estrellas, se quedó quieto, la respiración se le fue debilitando, cuando dejó de respirar tenía los ojos llenos de agua. ¡Sí, no querrás creerlo, pero los ojos se le llenaron de agua, d-e a-g-u-a, como lo oyes! 
Nunca, nunca se vio en Gelo nada tan cómico.

"Por haber hecho caminos, por haber marcado un rumbo, porque emocioné su alma..."

lunes, 1 de agosto de 2011

En qué creo (J. G. Ballard, 1984)

Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, liberar la verdad que hay en nosotros, alejar la noche, trascender la muerte, encantar las autopistas, congraciarnos con los pájaros y asegurarnos los secretos de los locos.
Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de un choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de una playa de vacaciones desierta, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.
Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los pacíficos de nuestras imaginaciones.
Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher, en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.
Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.
Creo en la muerte del mañana, en el acabamiento del tiempo, en la búsqueda de un tiempo nuevo en las sonrisas de las mozas de los bares de las rutas y en los ojos cansados de los controladores de tráfico aéreo en aeropuertos fuera de temporada.
Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.
Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.
No creo en nada.
Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.
Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en lo absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en las intenciones asesinas de la lógica.
Creo en las adolescentes, en la corrupción que hay en ellas sólo por la postura de sus piernas, en la pureza de sus cuerpos desaliñados, en los rastros que sus partes pudendas dejan en los baños de moteles miserables.
Creo en el vuelo, en la belleza del ala, y en la belleza de todo lo que alguna vez haya volado, en la piedra arrojada por un niño pequeño que lleva en sí misma la sabiduría de los estadistas y de las parteras.
Creo en la amabilidad del bisturí, en la geometría sin límites de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la locuacidad de los planetas, en la redundancia de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y el aburrimiento del átomo.
Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.
Creo en la no existencia del pasado, en la muerte del futuro, y en las infinitas posibilidades del presente.
Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.
Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.
Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.
Creo en los próximos cinco minutos.
Creo en la historia de mis pies.
Creo en las migrañas, el aburrimiento de las tardes, el temor a los calendarios, la traición de los relojes.
Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.
Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.
Creo en la muerte de las emociones y el triunfo de la imaginación.
Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.
Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento.
Creo en el dolor.
Creo en la desesperanza.
Creo en todos los niños.
Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.
Creo en todas las excusas.
Creo en todas las razones.
Creo en todas las alucinaciones.
Creo en toda la rabia.
Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías y evasiones.
Creo en el misterio y la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz. 
[Traducción Claudia Kosak]

miércoles, 13 de julio de 2011

Helio


Macri y el Pro. De pronto se nos figura como algo obvio, evidente, y de una banalidad cansina. Nos atrapa rápidamente la tentación de desdeñarlo como el más elemental mutante de la radiación neoliberal de los 90. Su huella nos remite al plan económico y cultural de la dictadura, del que se revela heredero por línea de sangre. No es menor el impulso de entenderlo como un mero aglomerado de simplones valores reaccionarios, como un conjunto de contenidos que se alinean en el hemisferio derecho del cerebro y no muy diferentes de la maleza que crece en el pantano de los medios. Probablemente sea eso bastante cierto, y en ese caso las líneas que prosiguen estarán de más. Sin embargo puede ser interesante elaborar algunas anotaciones a fin de tratar de abandonar el ya gastado y reduccionista rótulo de “facho”, utilizado hasta perder el sentido.

El periodista le pregunta a Rodríguez Larreta si entiende que hay dos modelos en juego y este responde naderías. Ni que hay un modelo u otro, ni que rechaza el planteo, ni que rechaza hablar de modelos, ni nada. Larreta habla de vecinos, de ser feliz y sonríe para el ojo de la cámara. Macri pide hablar de sexo a un notero y grita “juntos venimos bien”. Casi parece que dirá “estar cerca es muy bueno”, pero solo repite su performance: “juntos venimos bien”. Palabras que acaso por livianas se pretenden “desideologizadas”. Confeti y arcoíris de discoteca en clara omisión de simbología política, desprecio por cualquier tradición identitaria nacional, ahistoricidad. 

Que es la figura del globo amarillo sino la condensación máxima de su liberalismo de helio. Allí donde no resuena el eco del compromiso más que como slogan que interpela, a través de marketing planificado en oficinas de gurus publicitarios, a “vecinos” atomizados. La evanescencia de la versión salvaje del capitalismo tardío. Capitalismo abandónico y fuga final del fondo buitre ascendiendo como globo al cielo que imaginó William Gibson, aquel con el “color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal  muerto”. Para la visión que supone el mercado como dinamizador de todas las esferas de lo social el estado es un lastre demasiado pesado, las instituciones poco más que cartón pintado y la escena pública metamorfosea en show. Hasta la laca en el pelo de López Murphy parece demasiado concreta para ser parte del universo Pro. 

Parafraseando al filósofo Jean Baudrillard, así como la figura de las torres gemelas expresa la aspiración de “punto final del sistema” que no encuentra a otro más que a si mismo, la construcción del discurso del neoliberalismo vernáculo se cierra como una coraza, se pliega sobre si. Su lógica es la del monopolio que lanza su mirada al mundo y solo encuentra su propia imagen en todas partes. Frases castradas, textos que no se abren al diálogo, mera sintonía en un canal muerto o codificado. Un huevo de la serpiente modelo siglo 21 que incuba al calor de los rayos catódicos. Con el cinismo con que lo expresara la infame Margaret Thatcher, el macrismo susurra  “no existe la sociedad”. No hay otro por fuera de mí. Ese es su núcleo duro, su eje brutalmente neoliberal de neodarwinismo social: la caída del otro. 

Plegarse sobre si mismo, como nos enseño la década del 90, canjeando la construcción colectiva por la constricción al individuo. He aquí donde irrumpe el cotillón, su fraseología tan parecida a la autoayuda, la muerte del debate o su transfiguración en parodia.  Paradójicamente radica ahí su fortaleza, su circuito cerrado difícil roer. Como el “bailando por un sueño” remitiendo a si mismo hasta el infinito en los distintos canales, como la tapa del Clarín replicada una y otra vez en las radios por periodistas replicantes. De ahí el exceso de búsqueda del mero contacto en sus palabras, hipérbole de la función fáctica generando un efecto de comunicación ahí donde la comunicación ha muerto. 

Un universo donde la discusión de modelos se representa como agresión, el  inmigrante   es intruso que viene usar el hospital que pagamos con nuestros impuestos y al que duerme abajo de la autopista hay que meterle palo por que es el peligro potencial. La ciudad de las mil y más cámaras de seguridad, escenario para mirar y controlar pero jamás calles para ser caminadas. El poder económico reclama librarse del individuo y a cambio le ofrece un mar de luces, led y fibra óptica como pompa fúnebre para su subjetividad minada por la indefensión. Macri exuda la lógica de los medios y el capitalismo nómade. La estética de reality show no es un mero exceso de Durán Barba: en el desierto Pro ya no hay historia, ya no hay interlocutor válido, ya no hay sociedad… Macri es la televisión.