lunes, 22 de diciembre de 2014

No estaría mal arrancar los camalotes que agolpan el pecho,
las cañas de sobrehueso entre las uñas,
pero la flora del jardín me gusta
porque son otro tipo de plantas,
y por eso las dejo crecer
y crecen infalibles.

Con bastones por tallos, son una colección de joyas en lo alto,
una red entre los postes soportando el peso del cielo.

Atrás, entre los paraísos,
por la noche se pasean
los tripulantes de un avión chocado,
se sientan junto al fuego,
recitan tramos de caja negra.

Otras veces los veo de tarde
sobre los bloques de concreto vestido de hiedra,
apretando las bolitas de paraíso
como relleno para embalajes de una caja vacía,
y el brillo del atardecer lo atrapan con sus ojos,
como si las trepadoras entre los postes
los ayudaran a demorarse aún en tierra.

Ellos hablan con los muertos,
quieren contarme de los fantasmas del futuro,
y dejan pequeños rollos de cinta en los marcos de las ventanas,
silvestres rosas magnéticas que el viento desoja
y cuelga del alambrado.
Pero yo no las escucho
y solo dejo crecer las plantas,
los cardos entre el matorral,
los árboles más chicos que crecen entre otros árboles,
porque al igual que a ellos me encantan esas flores
que como el arbusto de las buenas noches
se demoran durante el día
pero a eso de las siete
siempre sonríen al cielo nocturno.

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